La Antártida de Olivares y nuestra mejor versión

Cuando los chilenos que conozco definen como “hazaña” dejar una vida de comodidades en Europa para vivir acá de la literatura, viajando a dedo y cuidando casas, es que no conocen a Ernesto Olivares Miranda, a su equipo de andinistas-himalayistas y la travesía que hicieron por la Antártida. Esta gente te hace redefinir las palabras y reubicar tu perspectiva. El sábado 18/5/19 se me ocurrió asistir a su presentación sobre esta aventura que, con motivo del 61 Aniversario del Club Andino de Rancagua se organizó en el Ansco, sin imaginar el vertiginoso viaje en que me iba a sumergir por los hielos, grietas, glaciares y cerros... de mi propia alma. Y si bien no creo que fuera la pretensión de este gran comunicador, apto para un desternillante monólogo del club de la comedia, su narración nunca deja de insinuar el inmenso potencial humano para abordar y resolver cualquier desafío, con independencia de su tamaño. Los refugios en que nos enjaula el miedo revientan ante un testimonio que supura felicidad recordando situaciones bien comprometidas en medio de un inhóspito territorio blanco que nadie conocido pisó antes, sin referencias y sin certezas, incluida la de volver con vida. Hay quien ha pasado eventos dolorosos, que han visto morir prematuramente a seres queridos, que han sido abusados, que han perdido algún órgano, la pareja o el trabajo que les motivaba, drama que por su impacto emocional ejerce una atracción en su foco de atención que, por mucho tiempo, les impide apreciar otra verdad indiscutible: que siguen vivos, que hay un pedazo de integridad y libertad intacto en su interior, que su luz aún tiene margen de expansión y que todo sucede, en última instancia, para aprender, crecer, ser mejores y ganar perspectiva. Esa perspectiva de que el dolor no es más importante que la alegría. Y que por honrar mi vida y la de mis seres queridos, debo enfocarme en mi capacidad para salir adelante y construir nuevas y hermosas realidades. Esa es la determinación que vi en cada paso que daban Ernesto y sus compañeros en la Antártida, con la nieve hasta las rodillas y arrastrando un trineo de 140 kilos. A nadie nos gusta sufrir, tampoco a ellos, sin embargo, exponerse a un trance tan extremo y descubrir que tenemos fortalezas insospechadas para salir vencedores, eso no tiene precio, ni vuelta atrás. Tumbar un muro como ese no tiene retorno. Descubriste tu grandeza y debes vivir en consecuencia con ella, lejos del victimismo, cerca de la sabiduría.

 

Yo no sé cómo les irá a Olivares y sus amigos en la vida cotidiana, el calibre de su hazaña sumado a su propio carácter, dones y debilidades, impregnará a cada uno de un talante distinto para resolver los desafíos de pantufla y mocasín. Pero en la voz de Ernesto me di cuenta que si bien, vive plenamente infiltrado de autoestima y confianza, también exuda humildad. Un tipo de humildad alejada de la falsa modestia que la mayoría demostramos por caer mejor. Por una parte, es la humildad de quien comprendió que en el bienestar del otro reside su propia supervivencia. Pero también es la humildad esculpida por la mano de montañas que no entienden de soberbia o dominación. Es la mirada del que aprendió, a fuerza de caídas al borde del abismo, que la superioridad frente a la naturaleza es un concepto bien relativo, sino ridículo. Y que sólo con una actitud de profundo respeto y cooperación, apreciando no sólo que somos iguales en valía, sino que, de algún modo, somos uno, el éxito estará a nuestro alcance. Así en todo escenario y con toda persona o equipo. No dudo que este chileno encontró, en su locura por lo imposible, la forma más cuerda de contagiarnos la confianza de que todo es posible, reconectándonos así con nuestra mejor versión.